Durante los meses que antecedieron al triunfo de la Revolución cubana, próxima a cumplir 53 años, había muchos personajes que para bien o para mal, se grabaron en la mente de la población. Este es uno de ellos.
El comprador de miedo
Siempre han existido personas que tratando de aparentar lo que no son, a cada paso ponen al descubierto su verdadera naturaleza. Y ese es el caso del personaje que evoco. Andaba siempre con la pedante matraquilla de pregonar que nunca había conocido el miedo. Y a todo el mundo le preguntaba dónde podría comprar un poco de “esa cosa que tanto asusta a la gente”.
“Aunque sea sólo un poquito-decía- diez o quince centavos, lo necesario nada más que para conocerlo”.
Este hombre vivía jactándose de ser un tipo muy valiente. Y esa “valentía” se la tiraba siempre en cara a los demás. No a todos, desde luego, sino a los campesinos de la zona que él “atendía” como soldado de la Guardia Rural, donde la gente se había acostumbrado a las irónicas peticiones del militar.
Pero nunca nadie le indicaba el lugar donde él podría comprar el miedo, aunque cuando lo veían marcharse, algunos murmuraban que por allí no iba a encontrar lo que buscaba, porque eso donde seguro lo toparía por montones era un poco más allá del batey, entre las verdes y abruptas lomas. Pero claro que nadie iba a ser tan bobo como para decirle tal cosa al soldado.
Era sabido que rondando las casas del pequeño caserío, la cosa sería siempre diferente. Por allí campeaba sobre su enorme caballo ensillado con montura de pico, chapas y hebillas de aceroníquel, vestido él con su traje amarillo y redondo sombrero de paño. Y armado con dos instrumentos inseparables: el paraguayo, para las espaldas de los campesinos y el springfield para cuando los planazos no bastaran.
¡Me voy a morir de viejo sin conocer el miedo! Así se le escuchaba el “lamento”, con una fanfarronería impertinente, mientras sus largos y peludos brazos y manos finas como las de una señorita tejían un montón de gestos alabarderos.
A decir verdad, yo nunca había escuchado a un hombre decir que desconocía lo que era el miedo. Ni aún a los más valientes. Porque miedos existen muchos. Puede temérsele a la muerte, al peligro, a la guerra, al sufrimiento, a un animal, a otro hombre, a la oscuridad o a otros muchas cosas.Hasta a la propia vida hay quien le teme.
“Todos conocen el miedo, menos yo”, aseguraba el protagonista de este testimonio.
En realidad, nadie podía saber, por ejemplo, si él le tenía miedo a la noche, porque nunca la esperaba en el batey. Y cuando aún faltaba un buen trecho para que oscureciera, miraba su reloj de bolsillo y “espantaba la mula”, al decir de los campesinos. Y sólo quería comprar el miedo a pleno día.
Y llegó el año 1958. A la entrada del pueblo había siempre una pareja de guardias rurales registrándole a uno las mercancías que compraba, alegando que eran para el suministro a los “mau-mau” ( Nombre despectivo con el cual se calificaba a los guerrilleros de Fidel Castro) Y muchas veces, formando parte de esas parejas, estaba él, sin dejar la maldita manía de preguntar por la cosa que buscaba para conocerla.
Para hablar con justicia, debo decir que nunca escuché una afirmación de que fuera un asesino. Ni siquiera le dio una bofetada a alguien. Era, simplemente, un charlatán. Y lo que sí hizo fue obligar a un hombre a comerse una pastilla de jabón camay que llevaba sin permiso del cuartel y a otro lo hizo engullirse un poco de sal, por una libra que llevaba al margen de lo autorizado.
El 58 llegó a su fin y vino el primer día de 1959. Como es lógico, el hombre no volvió por el pequeño batey. Las noticias sobre el apresamiento de esbirros iban y venían, pero él no aparecía ni entre los presos ni entre los fusilados. Había quedado en libertad. Pero nadie lo veía. Hasta que decidió salir a la calle y algunos conocidos lo interceptaron, diciéndole que hacía rato lo andaban buscando porque al fin le habían podido conseguir el ansiado y buscado encargo.
Aunque el hombre puso en evidencia que ya conocía el miedo, algunos le regalaron un poquito más, para que no fuera a carecer nuevamente y volviera a la agonía de buscarlo. El desenlace no tuvo mayores consecuencias, porque ya vivíamos tiempos distintos. Por eso el personaje de esta historia no tuvo que torturar su estómago con sal, ni comerse un jabón camay, aunque sí lo necesitó para eliminar los residuos malolientes que le había dejado en la ropa el contacto con el miedo. Después, vivió tranquilo hasta su muerte y no sé si volvió a experimentar ese sentimiento de auto conservación.
No hay comentarios:
Publicar un comentario