lunes, 7 de noviembre de 2011

Roberto y Morejón


.Orlando Guevara Núñez    

Yo no describo las cosas del capitalismo en Cuba como me las contaron, sino como las vi, las viví y las sufrí. Hoy somos una potencia médica que ha salvado y salva millones de vidas en disímiles latitudes del mundo. La grandeza de esa obra, la veo más inmensa cuando recuerdo a mi primo Roberto y a mi vecino Morejón.                                                     

                                             Roberto

A veces, cuando a mi mente acuden, como imágenes cinematográficas, los días felices, trágicos o simplemente rutinarios de la niñez, la figura de Roberto ocupa siempre un lugar, formando parte de los recuerdos dolorosos.
 Roberto tenía unos 20 años de edad y estaba entre los mayores de los nueve hermanos. Era largo y flaco. Enfermo siempre, aunque muchos decían que sólo padecía de anemia. Daba la impresión, por su semblante triste, de que él estaba resignado a morir, o por lo menos acostumbrado a la idea de que sus males no tenían cura. Hasta en la forma de sonreír lo demostraba.
 Médicos públicos no existían en la zona, ni en el poblado cercano. Los particulares cobraban por la consulta lo que los padres del muchacho no podían pagar. Y nada se hacía, de todas formas, si se lograba que el médico lo viera, porque las recetas corrían después, invariablemente, el riesgo y la mala suerte de quedarse estrujadas en los bolsillos o entre las manos, sin llegar a convertirse en medicinas.
 No faltaban quienes aseguraban que “eso era un daño, un castigo”,         que a Roberto “le habían echado un mal”. Tampoco quienes creyeran en esa posibilidad, aunque al mismo tiempo se preguntaran si era justo que un muchacho tan noble sufriera ese cruel destino.
 Pero si Roberto parecía estar resignado a morirse, sus familiares no. Fue por eso que la imagen del enfermo, sentado sobre un taburete, con su ya esquelética figura, apareció un día en la sección ¡Arriba, corazones!, de la revista Bohemia. Pero la caridad pública sólo consiguió la recaudación de unos míseros centavos que para nada sirvieron. Quienes podían, no se conmovían ni daban; quienes no podían, tal vez se conmovieran, pero nada estaba a su alcance hacer.
Tampoco pudo contarse con un “anticipo” del latifundista para quien trabajaba el padre de Roberto. Creo que fue entonces cuando la familia llegó a la conclusión de que la muerte rondaba el empobrecido bohío.
Y esa fue la impresión que saqué del lamento escuchado, en forma de décima campesina, de labios del padre abatido, mientras las cuerdas de su guitarra sonaban muy bajito, como para que nadie tuviera que compartir el dolor de tan lacerante verdad. No supe nunca de cual poeta tomó prestado el patético argumento.
                             
                                El pobre nunca pasea,
                                no come ni duerme bien
                                porque tiene más de cien
                                cosas que nublan su idea.
                                Hay veces que se desea 
                                la muerte por no sufrir;
                                ¿De qué le vale vivir
                                cuando es pobre y nada tiene?
                                ¡Nace al mundo y sólo viene
                                 para tener que morir!
    Nunca llegó a conocerse el nombre de la enfermedad que le arrebató la vida a Roberto. El secreto se marchó con él hasta su tumba. Y en la mente de los familiares quedó hondamente grabado el símbolo de la impotencia.
   Hoy en Cuba nadie viene al mundo sólo “para tener que morir”. Ni nadie depende de la caridad pública o de la mezquindad de un terrateniente para recibir asistencia médica. Porque ahora tenemos socialismo en lugar de capitalismo. Afortunadamente, el recuerdo de Roberto, su agonía y su muerte, forman parte también de un pasado sin posible regreso a los campos cubanos.
Otro caso dramático que cobró  también la vida de un pobre, fue el de
                                                      
                                                            Morejón 

  Los años transcurridos no han disuelto en el olvido la imagen desgarradora de Morejón. Porque aquel hombre pequeño, de endeble figura, de andar pausado y muy poco hablar, era para los muchachos del barrio algo así como un personaje misterioso, digno de lástima. Y no era por la forma en que él actuaba, sino por lo que sobre su enfermedad nos decían las personas mayores.
 Si estábamos en un lugar y llegaba Morejón, debíamos  irnos. Teníamos prohibido hablar con él, darle la mano o estar cerca de donde su tos lo acosara. Y nadie hablaba claro sobre su enfermedad. Sólo a  alguien, casi a escondidas, le escuchamos decir que estaba tísico y que eso era contagioso, que “se pegaba”.
Por eso todo el mundo rehuía la presencia del enfermo. Y aquel hombre pobre, gravemente quebrantada su salud, tenía entonces que soportar, además del dolor de la enfermedad, el de saberse esquivado, temido y dramáticamente abandonado.
No era asistido por ningún médico. Y las veces que buscó esa ayuda, las recetas de nada sirvieron y quedaron impotentes en sus bolsillos, donde el dinero no llegó nunca para comprar las medicinas.  Morejón no podía trabajar, ni contaba con otros recursos para su subsistencia. Y duró un poco más porque los vecinos y familiares lo ayudaban en algo, aunque votaran las vasijas en las cuáles él tomaba o comía, después que el hombre se iba…
Hasta el día en que la enfermedad lo venció. Cuando murió, ya no parecía un ser humano. Un carpintero del barrio hizo una caja tan estrecha como el cuerpo del fallecido y la forró  con una tela negra. Otra vecina donó una sábana blanca para cubrir el ataúd por dentro. Con eso se ahorraban los quince pesos que para entonces costaban los sarcófagos. De los muertos pobres, aclaramos, y que en este caso no había quien pudiera pagarlos. Y así fue enterrado.
Muchos años después de aquel episodio, supimos sin rodeos el nombre de la enfermedad de Morejón: tuberculosis. Y supimos también que murió por falta de  recursos para pagar el precio de su vida. Ahora, cuando recuerdo el rostro de aquel hombre humilde, pienso que la mayor desgracia de Morejón no fue, precisamente, su enfermedad, sino el haber sido pobre y enfermarse en su propia tierra antes de 1959.


No hay comentarios:

Publicar un comentario